Gaal Gui. La historia de los cayucos, en primera persona
El senegalés Youssouf Sow publica Gaal gui. El cayuco, el relato de su travesía hasta España
“Esta es la historia de la mayoría de africanos que veis en la calle”, un libro escrito “con el deseo de que algún día cierren todos los CIE”
“¡Coño, coño!”, fueron las primeras palabras que Youssouf Sow entendió en español. Se las gritó uno de los policías del CIE (Centro de Internamiento para Extranjeros) donde permaneció encerrado 38 días. “¡Coño!”, que comiera más rápido. La odisea de su viaje en cayuco desde las costas de Mauritania hasta Canarias acabó en una cárcel, así es como define hoy Sow –y los que pasan por ahí- a un CIE. Este senegalés de 44 años, lector voraz desde la infancia, presentó el pasado viernes en la Sede de la UA su libro Gaal gui. El cayuco, un relato en primera persona de su experiencia migratoria. Crudo. Vivo. Su historia y la de tantos otros.
“Es la historia de la mayoría de africanos que veis en la calle, de vuestros vecinos. Ellos siempre van con una sonrisa en la cara, como si escondieran estas historias tristes”, dice. A Youssouf siempre le gustó leer y fue ese amor por la lectura lo que encendió sus ganas de escribir. Bastantes años después de su llegada a España entendió que la historia que tenía que contar era la suya propia. “No tenemos un espacio para compartir nuestras experiencias, siempre hablan por nosotros”, explica. Por eso, Gaal gui es una narración poderosa que ubica al lector, desde el primer momento, en el otro lado y lo hace cómplice y partícipe de lo que significa subirse a un cayuco. Del antes y el después. La otra cara de lo que suele verse en televisión. Lo que esconden los titulares que hablan de pateras. Es un libro humano, contra la xenofobia y el racismo, para la empatía.
Partir con 30 euros en el bolsillo
A Youssouf el ambiente en su pueblo natal lo asfixiaba. Necesitaba salir, sentirse vivo. Se sentía un extraño que se refugiaba en sus libros, hasta que un día decidió que algo tenía que cambiar, que se marchaba.
– ¿Qué puedes ir a buscar fuera? Aquí tienes una cama y no debes preocuparte por la comida. ¿Qué más puedes desear? – le preguntó su madre, contrariada por la noticia.
Pese a la preocupación, y con la bendición de su madre, abandonó su pueblo, un día de octubre, con el equivalente a 30 euros en el bolsillo. Atravesó Senegal por rutas clandestinas y llegó a Nuadibú, en Mauritania, una ciudad portuaria desde donde salen cayucos abarrotados de personas y de sueños con rumbo a España. Allí lo acogió el contacto de un amigo. El dinero para continuar el viaje se había terminado y tuvo que permanecer un par de meses, trabajando “como un esclavo” en una fábrica de pescado y dando clases de francés. En diciembre se embarcó junto a unas cuarenta personas cargando como equipaje una bolsa de plástico con algo de ropa y El león africano de Amin Maalouf, del que le quedaban pocas páginas para conocer el final y que, una vez terminado, acabó en algún lugar del Atlántico. No sabía nadar.
En el libro cuenta los días de navegación en el cayuco. El peligro. El miedo. La sensación de que la muerte puede estar esperando en cualquier momento. El hambre. Las bromas. El terror cuando la embarcación empieza a resquebrajarse. Los cantos catárticos bajo las estrellas. La adrenalina de ver cerca el final… “¿De dónde sacábamos tanta fuerza? No lo sé. Quizás fuera por el deseo de cumplir nuestros sueños, o porque las oraciones de nuestros parientes operaban en nosotros de forma mística”, recuerda.
Cuando por fin divisaron tierra, medio desfallecidos, sintió que el corazón “estaba a punto de reventar”. A partir de ahí, la escena es conocida. Pero la voz es otra. Lo único que importaba, que sentía, era que estaba vivo. “Arriba vi mucha gente, unos con perros, otros con chalecos rojos con una cruz estampada en la pechera que se precipitaron hacia mí para ayudarme a sentarme en un banco. Por su vestimenta, sabía que eran de la Cruz Roja. Nunca hasta entonces me había encontrado rodeado de tantas caras blancas, de tantas miradas de curiosidad. Mientras nuestros ángeles, hombres y mujeres, cubrían nuestros cuerpos helados con mantas de una tela especial que brillaba, mi cuerpo empezó a temblar, me dieron de beber zumo de naranja, pero no podía ni beber. Vi a mis compañeros, algunos tumbados en el suelo, otros dejándose llevar, apoyados en los voluntarios de la Cruz Roja. Alrededor había gente tomando fotos sin pudor, acercándose lo más posible. Los policías, vestidos con uniformes muy elegantes, nos esperaban provistos con mascarillas para protegerse del hedor y con las manos enguantadas”.
Youssouf llegó con hipotermia y fue trasladado directamente a un hospital. Después pasó dos días en el Cuartel Militar Cristóbal Colón, donde les hicieron firmar un documento escrito en español, lengua que desconocían, y de ahí, al CIE, “la cárcel”. “En mi país, la cárcel es el lugar más vergonzoso que uno pueda imaginar lleno de traficantes, asesinos, delincuentes, gentes al margen de la sociedad. El que pisa una cárcel queda etiquetado para siempre. Y a mí no me habían dicho cuál era mi crimen. Me habían encarcelado sin darme explicaciones, sin juzgarme, sin escucharme. Yo allí no era nadie”.
Aproximadamente la mitad de las personas que son internadas en uno de los siete CIE que existen en España acaban siendo expulsadas del país. En el caso del CIE de Murcia, por ejemplo, solo en el año 2014 se deportó al 73% de las personas migradas. Youssouf corrió una suerte distinta. A los 38 días –la estancia máxima legal es de 40- fue puesto en libertad y enviado a Málaga. De ahí a Sevilla, donde pudo por fin llamar por teléfono a sus padres y llorar aliviado sintiendo que “había vaciado todo el peso guardado en el pecho durante tantos días”. De Sevilla a Salou. Y de Salou a una pedanía murciana llamada La Ñora, donde vivía un tío de su misma edad y donde pudo volver a empezar.
En Murcia le han ido creciendo raíces en forma de pareja y dos hijos. Después de haber hecho casi de todo durante los primeros años (vender cedés, gafas, trabajar “en negro” cortando lechugas a tres euros la hora, recoger patatas y uvas por una miseria…), hoy trabaja en la Fundación Jesús Abandonado y ha cumplido su otro sueño de ser escritor. Gaal Gui. El cayuco está escrito, como él mismo dice “con un deseo, una oración, una esperanza, la de ver algún día cerrarse los CIE en toda España, que el inmigrante, da igual de donde provenga, o cómo haya cruzado la frontera, sea tratado con dignidad y que se sienta acogido por un país que ofrezca a cualquier ser humano la posibilidad de desarrollar sus capacidades”.