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Maribel Hernández

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Apo Barges, en el restaurante donde trabaja

“En Elche poca gente sabe lo que significa ser kurdo”, dice Apo Barges mientras dibuja con trazo vacilante en la libreta donde no anotaré nada la silueta de Siria. Una línea para marcar el territorio, varias cruces aquí y allá. Nuestra conversación sobre su vida y el Kurdistán girará en torno a ese papel.

– Mis abuelos eran de Turquía. Mis padres también nacieron en Turquía y mi hermana y mi hermano mayor, pero yo nací en Siria.

– ¿Entonces te consideras sirio?

– No, jamás –niega rotundo-. Ni árabe, ni musulmán. Yo soy kurdo.

Ser kurdo significa pertenecer a la nación sin Estado más grande del mundo en términos demográficos. También a uno de los pueblos indoeuropeos más antiguos y castigados de la historia. Los kurdos no tienen un país propio. Tras el reparto del imperio otomano con el fin de la Primera Guerra Mundial quedaron esparcidos entre Irak, Turquía, Siria e Irán. Sus territorios conforman el llamado Kurdistán, cuya extensión es similar a la de la Península Ibérica. Se estima que el total de la población kurda ronda los 30 millones, de los que prácticamente la mitad vive en Turquía, donde han sido históricamente perseguidos. Como la familia de Apo.

– Mi abuelo no quería el pasaporte turco, él odiaba a los turcos, se lo quitaron todo. Mi abuela era cristiana y para no tener más problemas lo dejaron todo y bajaron hasta aquí –dice señalando una de las cruces del mapa- buscando tranquilidad.

Apo y el resto de sus hermanos –son once en total- nacieron en la ciudad de Al Hasaka, en el Kurdistán sirio, al norte del país. Lo kurdos constituyen aproximadamente el 9% de la población siria, la mayoría son musulmanes sunitas pero también existe una minoría de cristianos y yazidíes. Apo afirma no creer en ninguna religión: “No practico nada, no creo en la religión, creemos en Dios, en el espíritu, pero en seguir el ejemplo de alguien no”.

siria dibujoCuenta un dicho popular que los kurdos no tienen más amigos que las montañas, unas montañas que esconden algunas de las claves de su aciago destino. En el Kurdistán se encuentra prácticamente el total de las reservas de petróleo de Irak, Irán o Turquía y la totalidad del petróleo sirio. “Sadam Hussein mató millones de kurdos, Turquía ha matado, el padre de Bashar al Assad también ha matado a muchos kurdos… ¿Por qué? Los kurdos no nacimos para matar pero no les gustamos, los kurdos tenemos una tierra muy rica”, explica Apo.

En Siria, en 1962, se realizó un censo que dejó sin ciudadanía a más de 120.000 kurdos, muchos de los cuales, junto a sus descendientes, continúan siendo hoy en día apátridas. Años después, en la década de los setenta, el gobierno sirio inició un proceso de “arabización”. Hubo expropiaciones y se trasladó hasta sus territorios a población siria arabófona a quienes se entregaron casas y tierras. Se prohibió su lengua, su música, su cultura… Incluso sus nombres. Apo me dice que su apellido en árabe no sería Barges sino Pergesiam.

Él creció en esos años difíciles. “Cuando tenía 9 años fui a la escuela a estudiar pero no entendía nada porque nuestra familia hablaba solo kurdo. Los niños se reían de mí, llegué llorando a mi madre y ahí se acabó la escuela”, cuenta.

Dice que “los recuerdos buenos se olvidan pero los malos nunca se olvidan”. Los que vuelven a su mente de esos primeros años en Al Hasaka son más bien de los segundos. “Tuve muchos amigos de niño, muchos niños árabes [aprendió el idioma en la calle con ellos], pero cuando nos hacíamos mayores ya no podíamos estar juntos. Lloré algunas veces, me sentía solo. Cuando tenía 12 ó 13 años ya no me dejaban ir con ellos porque sus padres luego les echaban la bronca, ellos tenían miedo. No es que no me quisieran, se nota cuando te quieren, pero me decían ‘no puedo, por favor’. Les decían que los kurdos somos malos”.

«No es que no me quisieran [los amigos árabes], se nota cuando te quieren, pero me decían ‘no puedo, por favor’. Sus padres les decían que los kurdos somos malos»

En 1984, cuando tenía 14 años, su familia decidió trasladarse al Líbano. “Nos fuimos a Beirut porque mi padre no aguantaba más ahí, por la situación. El Líbano era un país mucho más libre”. Compraron los pasaportes y se marcharon. Allí empezó a trabajar de carnicero. Y se enamoró. Un amor imposible porque ella era libanesa, árabe, una relación prohibida. “No estaba bien visto, no nos podíamos casar –recuerda- mis abuelos no lo comprendían”. Lo explica excusándose en la tradición, en el mantenimiento de sus señas de identidad. “Nosotros decimos que nuestro idioma es lo único que tenemos, si perdemos nuestro idioma…”, se justifica. No lo dice pero se nota que fue una de esas decisiones que marcan la vida.

“Perdimos el amor y me vine a España”. Llegó a Alicante en el año 2000, con 29 años. Un cambio de aires, una aventura, más libertad y un amigo libanés que le ofreció un trabajo. “No me quejo, me gusta España. Yo era muy joven y me gustaba vivir la vida, y la viví gracias a España”. Hace un tiempo se trasladó a Elche, donde trabaja en un restaurante turco regentado por una familia kurda a la que conoce desde hace una década. “Si escribes restaurante kurdo, ¿quién va a ir? Pero es el mismo tipo de comida”.

Apo es un kurdo desencantado con la política. “Se olvida de la gente. Todos nosotros queremos cada uno una tierra, una bandera, un país, pero si no estamos unidos…”. Es inevitable no preguntarle por la situación actual en Siria pero confiesa que no le gusta mucho hablar de ese tema. “Yo creo que mejor no llamarle Estado Islámico porque los islámicos no quieren esta cosa”, piensa, y al momento suelta que debería haber una intervención militar contundente.

En estos quince años que lleva en España no ha vuelto a ver a su familia, que está repartida entre Estambul, Siria y Líbano. “Ahora mi padre quiere irse a Irak [el Kurdistán iraquí es la única parte del territorio que goza de una cierta autonomía y derechos reconocidos]. Ha comprado allí un terreno pequeño y una casita y está estudiando si van todos a vivir allá”.

– ¿Por qué no has vuelto en todo este tiempo?

– Primero porque no quería irme, estaba bien. Luego, cuando quise, ya no podía. Y así sigue. Lo echo de menos pero será que necesito más castigo para aprender de la vida –dice riendo.

– ¿Y no piensas regresar?

– Algún día. No quiero morirme aquí. Yo nací ahí y soy de ahí. Mi tierra es esa, el Kurdistán.

 

Publicado en El Taladro el 2 de abril de 2015

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